Cuentan que un miércoles de noviembre dos parejas de jubilados aparcaron en el pinar a media mañana. Armados de cestas, navajas y mucha ilusión se adentraron en el monte en busca de ese manjar delicioso que aquí llamamos níscalo y los más cultos, robellón.
Dicen que 3 horas después, cansados y decepcionados volvieron al coche; un níscalo solitario yacía en la cesta. Guardaron las herramientas, sacaron mesa y sillas y se dispusieron a recuperar fuerzas. Entre risas dieron cuenta de la merendola, olvidando la decepción y disfrutando el momento. Solo faltaba el café y decidieron tomarlo en el pueblo más cercano.
Un paisano charlaba con el camarero sobre la cesta rebosante de níscalos que reposaba en la barra. Tras pedir el café se acercaron a contemplarla mientras comentaban que ellos solo habían cogido uno. Solo uno pero muy hermoso; y orgullosos lo enseñaron. El vecino lo achacó a la mala suerte y les animó a repetir la experiencia. La respuesta fue que si supieran que llenaban la cesta como él, desde luego. Y le dieron su níscalo, “porque un grano no hacía montaña”.
El camarero intervino y sugirió que les regalase la cesta. La respuesta fue inmediata: regalada no, pero podían comprársela. El paisano se hizo rogar y tras otra intervención del camarero, aceptó vendérsela por 3.000 pesetas. Tras pagar la consumición, se dispusieron a volver a casa. Ya en el coche hablaron de lo bien que lo habían pasado, aunque solo habían cogido un níscalo.
Alguien rectificó y dijo que una cesta llena. Todos rieron la ocurrencia pero decidieron que así lo contarían a los amigos del barrio. Dicen que desde entonces son muchos los que se acercan en otoño a la Sierra Norte de Guadalajara en busca de níscalos, con la seguridad de encontrarlos. Bien entre los pinos ó en el bar.
Lar-ami