Tras el descubrimiento de plata en Hiendelaencina y la puesta en marcha de su minería en 1.844, se desató una auténtica fiebre de la plata en la Sierra Norte de Guadalajara.
Se escudriñaron todos los rincones desde La Bodera hasta Tamajón; bastaba el más mínimo atisbo de barita, óxidos de hierro, galena u otro mineral para registrar la mina y crear la correspondiente sociedad para su explotación. Salvo contadas ocasiones, como en La Bodera, la búsqueda no tuvo éxito.
Tras el primer indicio se hacía una cata del terreno para confirmar su existencia. El paso siguiente era solicitar del Gobernador la concesión y registro de la mina, con una superficie mayor de la prevista (el coste apenas cambiaba y convenía asegurar) y declarando que era de hierro ó plomo (el canon a pagar era menor).
Pocos meses después un ingeniero público acudía a la mina. Levantaba un plano de ubicación, fijaba coordenadas, boca de entrada y líneas de demarcación. Mientras tanto, la propiedad analizaba la riqueza del mineral y decidía si era rentable la explotación. Cuando no lo era (la mayoría de las veces), simplemente no abonaba el canon y la concesión caducaba.
Hay casos en los que la mina solicitada estaba a pocos metros de otra cuya concesión había caducado por las mismas razones. Es el caso de las minas Nuestra Señora de la Blanca y La ilusión, ambas en Muriel, que conocemos gracias a nuestro buen amigo Cesar.
Los costes iniciales eran muy pequeños respecto a las posibles ganancias, si se encontraba la veta de plata con suficiente nivel de riqueza para su explotación; en caso contrario simplemente se dejaba abandonada. Esto explica por qué en la Sierra Norte de Guadalajara se desató la Fiebre de la plata.
Lar-ami