La fiesta de Todos los Santos y la noche de ánimas provienen de una costumbre celta del siglo III a.c. Nuestros antepasados creían que esa noche las almas unidas en Santa Compañía bajaban a la tierra y vagaban por los caminos en busca de su destino; quien se topara con ella estaba condenado a sumarse al grupo. Para evitarlo colocaban lámparas de aceite en los cruces de caminos.
En los pueblos de La Ribera se colocaban candiles a la puerta de iglesias y ermitas que quedaban abiertas toda la noche. Cientos de velas alumbraban el interior de las ermitas del camposanto, mientras las campanas tocaban “a muerto” a intervalos regulares (CLAMORES). En algunas iglesias (Puebla de Valles) se ponía una mesa con mantel negro con una calavera y huesos auténticos, alumbrada por candelabros a los lados.
Los mozos hacían puches (gachas dulces de harina) y recorrían las calles del pueblo invitando a los transeúntes. Con las sobras tapaban las cerraduras de las puertas de amigos y vecinos para impedir que los malos espíritus y las desgracias entrasen en la casa.
La costumbre se ha perdido y ahora lo que prima es la noche de Hallowen. Este guardián etéreo se entristece al comprobar que cada año perdemos algo de nuestra cultura que nunca volverá.
Lar-ami